Norte de Santander ha vivido desde siempre importantes flujos migratorios con sus vecinos venezolanos. Esto ha producido muchas identidades binacionales y una relación particular, típica de frontera. El kickingball es la apuesta de los niños y niñas para acoger y entender la migración.
En 1942, el periodista Ernie Pyle encontró a un grupo de soldados estadounidenses jugando en sus tiempos libres un deporte extraño que se parecía al béisbol, pero que se jugaba con los pies. Aunque no triunfó mucho en las tierras norteamericanas, el kickball aterrizó en Venezuela en los años sesenta para ganar una fuerza impresionante entre las mujeres. Con el tiempo su nombre se transformó en kickingball y su popularidad se extendió por todo el país. Al parecer, las mujeres no encontraban muchos espacios para los deportes y decidieron apropiarse del kickingball, razón por la que su práctica también es un guiño a la inclusión.
La técnica es distinta pero no complicada, muchos lo asocian a una especie de béisbol que se juega sin bate y con manos y pies. Nueve jugadoras enfrentadas que buscan hacer más carreras que sus contrincantes, la pista es la misma que la del béisbol, los brazos y las piernas sustituyen a los bates.
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Camila Molina vive en Tibú desde los diez años, estudió en el Francisco José de Caldas y ahí terminó el bachillerato el año pasado. En sus ratos libres, junto a dos compañeros, dirige la Escuela de Kickingball Leones del Norte, una iniciativa que surgió en medio de proyectos que buscan atender la emergencia por flujo migratorio de la frontera con Venezuela.
Reison y Cristian son sus coequiperos, juntos trabajan con más de 30 niños venezolanos en pro de la inclusión, la equidad y las oportunidades para los migrantes. Eligieron practicar el kickingball porque Reison es de Venezuela y conocía la práctica en su país, en el equipo juegan niños y niñas tanto de Colombia como de Venezuela. El juego, además, se practica con las reglas del Golombiao, una estrategia aplicable a cualquier deporte que busca promover ciertos valores, como cuidar al otro, cuidar el espacio, los grupos deben tener equidad en número de hombres y mujeres, el primer punto lo tiene que hacer una mujer, etc.
Camila lleva dos años trabajando en la escuela de kickingball de Tibú y desde allí trata de enseñarle a los niños que el juego no está basado en la competencia sino en la resolución de conflictos a partir del diálogo. Desde su experiencia, ha sembrado la práctica del trabajo en equipo y con ello, dice, han obtenido mejores resultados. La mayor parte de los niños que asisten a la escuela deportiva no van al colegio y viven en situaciones muy vulnerables. Para Camila es importante acoger a estos niños porque no tienen ninguna necesidad básica cubierta.
Camila y sus compañeros sueñan con que este deporte se replique por todo Norte de Santander, esta frontera viva en la que el flujo migratorio, hacia un lado u otro, nunca cesó. Demostrar a través de la experiencia de los niños y niñas que las fronteras son imaginarias y que lo que nos une es mucho más que lo que nos divide.